Wroclaw, 21/06/15
Creo que la conductora del tranvía número 2496 es la mujer más guapa del mundo.
Se acaricia elegantemente la parte posterior de la oreja derecha y juega con su pendiente de aro mientras nos mira a través de un espejo convexo en cada semáforo que le indica detenerse.
Llueve de nuevo sobre los balcones apuntalados.
El agua se cuela dentro del vagón y me moja el pelo.
Dos cazadores con viejos uniformes militares, escopetas al hombro y latas de cerveza en los bolsillos, amenazan tormenta.
La mujer mayor del pelo caoba, que se dirige a misa, inquiere con sus miradas a la chica de rosa que toscamente conversa por teléfono con voz demasiado alta, bostezando sin taparse la boca y alardeando de su resaca.
Vuelvo a apearme en la parada de la calle Serbska, donde se concentran los fabricantes de ornamentos funerarios. Una mañana más, los nombres aún no grabados en las lápidas de mármol se dejan borrar por el aguacero.
Por fin consigo capturar la voz del cuervo, que tanto se ha acercado a mí estos días, y que tan ágilmente ha esquivado la máquina de registrar sonidos. El tranvía repite su patrón de canto sobre los raíles que cruzan el puente.