AINARA LEGARDON
VOZ, GUITARRA, TEÓRICA…
Ainara LeGardon nace en 1976 en la calle Larraskitu del barrio de Errekalde, en Bilbo. Sin tradición musical en su familia ni un entorno favorable, emprende pronto la marcha en busca del mundo. Lo encuentra, lo estruja y, al margen de otros proyectos, materializa cinco singulares álbumes. El último «Every minute», nueve canciones introspectivas, alejadas de la evidencia y tan próximas a la belleza como a la provocación de lo díscolo, a la ruptura de los espacios establecidos por el rock.
«Mi necesidad de expresarme mediante la poesía es igual de apremiante que la musical»
«El Viaje como hilo conductor. No uno concreto, sino todos los que han hecho de mí quien ahora soy. Cerca del frío y del agua. Del hielo. Conversaciones imaginadas en un tren. Miradas a través del cristal. Respuestas clavadas en el reflejo al penetrar en la oscuridad de un túnel. Las vidas que no viviré. Las vidas que sí he vivido. Los minutos que prometo no volver a malgastar. La necesidad de saborear ciertos recuerdos antes de que fundan a blanco. Decidimos, nadie sale indemne. Ahora estamos listos», con este descriptivo y valorable texto presenta Legardon «Every minute», un disco inspirado en el itinerario, en los railes de los viajes y la vida, en la libertad del instinto.
Libertad que Legardon conoce tras aliarse con ella hace muchos años. Una situación que le ha permitido viajar, desubicarse, componer sin comillas, escribir como una escritora, tocar la guitarra con un gusto y clase por encima de lo cotidiano, impartir talleres de música e instruir sobre las relaciones adecuadas de los músicos con la Administración o emporios tipo SGAE. Además, teoriza sobre lo creado, su lugar y significado. También desarrolla un profundo trabajo en campos como la improvisación instrumental y vocal, terreno este último por el que cada vez se siente más atraída. Asimismo disfruta con la música experimental y el arte contemporáneo. Cree en la autogestión porque en ella ha crecido la mayoría de días y así se editan sus grabaciones, en su propio sello Winslow Lab, aunque cuenta con la coproducción de Aloud Music -una discográfica vocacional- en sus dos últimos discos.
Posiblemente, para comprender «Every minute» sea aconsejable conocer su obra anterior. El todo reforzará el blanco y negro de su artesanal disco; media hora de ritmos cortados, a veces gruesos, en ocasiones livianos. Nueve canciones (una intro vocal, con incidencia en los fonemas) de estribillos callados y espacios que van desde la desolación lírica, apoyada en inflexiones vocales atrevidas, hasta la eficacia ambiental de una guitarra y una percusión que no necesitan estilos asentados o estructuras de radio. Los silencios se solapan, las palabras se desdibujan y la guitarra se queja entre notas claras, rasgueos audibles, y ritmos inhabituales dentro del rock que acecha cada día. Son canciones como «Magnetic», «White», «Every minute», «In the woods», «We are ready» o la cautivadora «Speeding south», dueña del tiempo y la luz.
De Madrid regresa Ainara LeGardon hace un par de años para instalarse en Basauri y de aquí partir hace unos meses hacia Irun. El viaje continúa.
¿Alguna razón en su infancia para que se interesara por la música, el arte, la poesía…?
Ningún detalle reseñable, salvo el de que quizás lo tuve más difícil que otros niños o adolescentes a la hora de descubrir nueva música. Sin hermanos mayores, fue en mi propia curiosidad y en los amigos cercanos en los que encontré la fuente de intercambio, recomendación y disfrute de la música, así como una puerta a la literatura y el cine.
¿Qué músicos le llaman la atención en esos primeros años de consciencia musical?
Sobre todo grupos oscuros como The Cure, Bauhaus, o los primeros Echo and the Bunnymen. También me gustaban mucho Depeche Mode y tuve una fase en la que Front 242 y Nitzer Ebb llegaron a ser grupos fetiche. Eso con 14 ó 15 años. Paralelamente iba descubriendo a Nick Cave & The Bad Seeds, The Church, The Chameleons… De alguna forma llegué a Melvins, Mudhoney, Screaming Trees, The Afghan Whigs y los inevitables Nirvana. Esos son los despertares de mi consciencia musical.
En un momento dado parte hacia Salamanca, que no es más que el inicio de un viaje inacabado y novelesco.
Sí, primero me fui a Salamanca, en una etapa que finalizó con mis estudios de Ciencias Químicas, y luego a Madrid, cuando decidí que por mucho que me gustara la ciencia, yo había venido al mundo para hacer otra cosa, y aquella no era ciudad donde se propiciara el crecimiento artístico. Hasta hace unos años no he sido plenamente consciente de cuánto me condicionaría el desarraigo. Por suerte o desgracia, la falta de raíces me hace libre, pero a veces me siento como esas personas que tienen acento en todos los idiomas, los que son extranjeros en cualquier tierra. Aunque prefiero pensar como Cage: «Llevamos nuestro hogar dentro de nosotros, lo cual nos permite volar». Es aquí donde me siento más respetada y querida (tanto personal como artísticamente), y es, por tanto, donde he decidido anidar y seguir creciendo.
¿Cómo traza esos primeros años difíciles, de desubicación?
A los vaivenes propios de la adolescencia, se unió la necesidad de buscar amigos con intereses comunes. Tuve suerte y enseguida encontré las personas adecuadas con las que realizar los primeros descubrimientos musicales, comenzar a tocar con otros y no sola en casa, etc. Los itinerarios, sin embargo, se me hicieron cortos enseguida, y por eso terminé buscando caminos en otros lugares.
Toca la guitarra muy bien, cabe imaginar que no aprendió sin ayuda.
No diría que toco muy bien, aunque sí de forma muy personal. La guitarra fue el instrumento que más me interesó desde que tengo uso de razón. Tras algunos años frustrados de solfeo, comencé con clases particulares de guitarra a los 11 años -con un buen profesor, Michel Núñez, que además me enseñó a amarla y a trabajar duro-, y continué de forma autodidacta. Luego me volqué en la luthería, llegando incluso a tener un taller propio en Madrid, y ese aprendizaje me hizo comprender mejor el instrumento. Desde hace unos tres años me he centrado en el estudio y trabajo con la voz, y, curiosamente, la distancia que he tomado respecto a la guitarra hace que nuestra relación se haya renovado.
Se van a cumplir veinte años desde la edición de su primer disco. Las relaciones musicales han cambiado mucho, para algarabía o desconsuelo.
Sí, en el 95 salió el primer disco del grupo Onion. El tercero y último, en el 2000. Eran otros tiempos en los que no suponía ninguna hazaña vender 2.500 copias. No nos fue mal, pero yo me desencanté con las normas que impone la industria musical, me desgastó la convivencia y el funcionamiento de grupo, y busqué la manera de trabajar al margen. Formé mi propio sello en 2003 y desde entonces he sacado cinco discos. La clave para no decepcionarme con nada ha sido no tener más expectativa que la de disfrutar trabajando.
Con usted han tocado, en disco y en directo, algunos músicos de Audience (Gernika). ¿Cómo sucedió el cruce de trenes?
Los vi en concierto y sentí la necesidad de contactar con ellos. Me hicieron sentir algo importante. Muy poco después ya nos habíamos hecho amigos, y a ellos les debo en buena parte el encontrarme ahora en este lugar (físico y musical).
Leerle incita a pensar si no es usted más escritora que músico. Posee mucho talento descriptivo, imaginación, sensuales metáforas…
Primero, gracias por el halago. Segundo, no encuentro la diferencia entre escribir poesía y música. Ese talento descriptivo del que hablas, la imaginación y las metáforas, se encuentran también en mi música. Me atrevería a decir que se encuentran en todos los aspectos de mi vida, y es lo que hace natural que mi necesidad de expresarme mediante la poesía sea igual de apremiante que la que siento con la música. Hay cosas que no sé decir de otra manera. Los diarios de viaje, por ejemplo, están escritos en verso puesto que no sabría transmitir de otra forma las sensaciones tan vívidas, los paisajes tan espectaculares, las casualidades que me hacen estar en conexión con el mundo.
Cada vez se siente más atraída por la improvisación y la música experimental. ¿Qué le lleva a este terreno?
Primero, las recomendaciones de algunos amigos improvisadores. Luego, en cuanto comencé a estudiarla y practicarla, se convirtió en la mejor herramienta para crecer como músico. Una vez descubres todo lo que tiene que ofrecer, ya no puedes dejarla. Del estudio de la improvisación es de lo que más he aprendido musical y vitalmente. Me ha enseñado a escuchar, a tener siempre en mente que la protagonista es la música y no nosotros, a romper los convencionalismos.
Puede ir de la complejidad de Einstürzende Neubauten y Fred Frith a la seda de Bonnie Prince Billy/Will Oldman. Son como extremos, aunque para usted cabe suponer que son extremos que se tocan.
Estoy abierta a cualquier música que sea capaz de emocionarme. Y todos ellos son maravillosos ejemplos de pura emoción. Tuve, además, el honor de trabajar a las órdenes de Fritz cuando condujo la Orquesta FOCO en el Festival Internacional de Improvisación Hurta Cordel en 2012. Él me enseñó que no siempre hay que acatar órdenes sin cuestionarlas, que debemos seguir nuestro instinto.
¿Blixa Bargeld le ha marcado más que Pj Harvey? ¿Le duele o decepciona la Harvey más asequible de una canción como «This is love»?
Bargeld me ha marcado mucho, pero no tanto como PJ Harvey. A mí nunca me decepciona. Siempre duele, en el buen sentido.
¿Llorar es síntoma de fragilidad?
Llorar no nos hace frágiles, sino que demuestra nuestra humanidad. No ser capaz de contener las lágrimas interpretando una canción es ofrecerle al público y a una misma la experiencia más real y más humana que se puede mostrar. Sucedió hace unos días y fue una vivencia impresionante.
¿Qué representa «Every minute» en su discografía? ¿Qué ha dejado en él y qué le ha otorgado su final?
No concibo la publicación de un disco como un final, sino más bien como el inicio de una etapa que, con suerte, no concluirá nunca. Tanto «Every minute» como cualquier trabajo anterior son piezas de una misma vida, descripciones de los recorridos y del aprendizaje. En todos ellos dejamos algo de nosotros, y todos ellos nos enseñan a seguir viviendo.
Le sienta muy bien a «Every minute» el blanco y negro de la portada, su dibujo, el toque artesanal.
Es obra de Ramon M. Zabalegi, que ha sabido plasmar perfectamente la urgencia, la fuerza y la sinceridad del disco.
¿En directo, defiende el disco en solitario?
No si puedo evitarlo. Me gusta tocar en formato solitario, pero el repertorio y las sensaciones, evidentemente, son diferentes.