Hace dos días terminé de leer “El chicle de Nina Simone” (Alpha Decay, 2022), un libro que comenzó resultándome ligero e intrascendente hasta que, ya adentrándome en sus páginas intermedias, empezó a convertirse en un espejo, a revelarme que la obsesión por el cuidado de un ente al que se le atribuyen poderes mágicos no es nada de lo que avergonzarse.
En él Warren Ellis relata la pasión con la que rescata, tras un concierto, un objeto personal de alguien a quien idolatra, y contagia la devoción no solo con la que lo custodia y atesora durante más de veinte años, sino con la que recibe y abraza sus efectos sobrenaturales.
Yo tengo mi propia reliquia, recogida a escondidas tras mi primera conversación con Mark Lanegan, al acabar un concierto de la gira de “Scraps at midnight” (1998). Yo tengo “El cigarro de Mark Lanegan”. Lo conservo enmarcado desde hace casi un cuarto de siglo, junto a la entrada firmada con una breve dedicatoria: “Gracias por tus amables palabras, Ainara”.
Supongo que el hecho de que ambos amuletos, chicle y cigarro, hayan estado en las bocas de quienes tanto admiramos, en contacto con su aliento, hace que su magia sea tan potente.
Estoy segura de que ese cigarro me ha regalado muchas cosas en la vida, sobre todo, amigos y pistas para entender cómo y cuándo contar historias a través de la música. Cómo y cuándo callar. El cigarro ha provocado también infinidad de pensamientos que me atraviesan explicándome de qué va eso de la pasión, de los rituales, de la devoción, del paso del tiempo y de las marcas (Marks) que nos deja la música en forma de vínculos emocionales difíciles de explicar a quienes les son ajenos.
Ayer, mientras cenaba, mi teléfono comenzó a llenarse de mensajes y, a la vez, mis manos a temblar. Uno de esos mensajes llegó en la voz de Javier Vielba (Arizona Baby, Corizonas): “Todavía tengo una chusta de Marlboro que cogiste del suelo, ¿te acuerdas?, cuando nos conocimos en el 98 en la Caracol, viendo a Mark Lanegan. Dijiste ‘tengo un par de colillas de Lanegan’. Te quedaste tú una y yo tengo otra. Todavía la tengo, pegada a la entrada. Inolvidable, de verdad. Un fuerte abrazo. Te quiero, amiga”.
Cómo no me voy a acordar. Con la simple mención del cigarro afloraron recuerdos recónditos, como las ceremonias previas a la escucha de un disco que de antemano sabes te va a dejar huella. Recordé beber kéfir antes de la primera escucha de “Field Songs” (2001) para prepararme, pues sabía que la amargura que iba a encontrar en esa música iba a ser sublime. Necesitaba sentirla no solo a través del oído, sino del gusto y el olfato. Creo que esto no se lo llegué a contar a nadie salvo al propio Mark unos años más tarde.
Entre los regalos en forma de familia musical que he recibido a través de Mark, se encuentra también Chris Eckman (The Walkabouts), amigo cercano suyo y una de las personas de las que más he aprendido tanto de música como del turbio negocio que la rodea. Chris produjo mis dos primeros discos en solitario (“In the mirror” -2003- y “Each day a lie” -2005-). Mark era mi primera opción, pero su apretada agenda impidió que colaboráramos. Siempre he pensado que fue una suerte para mí que Chris, sabio y tranquilo como nadie, entrara en mi vida. Conociendo mi veneración hacia Mark, Chris me obsequiaba continuamente con decenas de anécdotas impagables. Lecciones. Marcas.
Aquel cigarro me regaló también la valentía para romper algunas barreras personales que estaban firmemente fijadas en mis entrañas. De alguna forma, Mark ha sido para mí, en un plano muy íntimo, lo que fue Nina para mucha otra gente: un símbolo para entender que solo en ausencia de miedo podemos ser libres. Para comprender cuánta belleza produce crear desde la libertad y sin miedo, belleza en las propias obras y en las personas que tienen la suerte de crearlas desde ese estado. Belleza en quienes las reciben, escuchan, atesoran y veneran.
Ahora te doy las gracias yo a ti, Mark, por tus amables palabras. Por tu música, por tu aliento y por permitirme sentir que estás y permanecerás dentro de lo que soy hasta que mis manos dejen de temblar cada vez que me subo a un escenario.
Ainara LeGardon. Irun, 23/02/2022
PD: “El cigarro de Mark Lanegan” está en casa de mi madre, a varios cientos de kilómetros del lugar desde el que escribo. Mi madre no tiene teléfono móvil, ni ordenador, ni ningún dispositivo desde el que tomar y enviar fotos, así que la imagen con la que me ha parecido oportuno ilustrar este texto-homenaje es la de este bodegón con parte de la música de Mark que me ha acompañado desde finales de los 90.