[Recomposición de ideas y textos escritos entre el 1 y el 10 de mayo del 2015, entre Irun y Madrid. No hay imagen ni música posible para acompañarlos, quizás sólo la de la banda sonora de la película que finalmente no pude ir a ver].
Llora mi nariz, nieva polen.
Cojeo desde que hace nueve días nos bajaron de un tren que se había enganchado a la catenaria en Zumarraga. Una de mis dos maletas pesa casi treinta kilos. Yo la fingí ligera.
Por un momento estoy perdida. Nos aproximamos a una ciudad de casas palaciegas, con un verde vivo y húmedo. Dudo. He olvidado a dónde me dirijo y han de pasar unos segundos hasta que reconozco Donosti. Durante ese pequeño lapso me he extraviado también en el tiempo. “Qué día tan primaveral, para ser noviembre”. Creí que estos seis meses no habían pasado.
Me dicen que llevo exceso de equipaje. Pienso en todo aquello con lo que cargo hoy, y de ello, qué podría dejar atrás.
El burro se rasca la cabeza contra la esquina del invernadero. También le está dando vueltas al asunto.
Aligerar.
Al sol admiro las veinticinco plantas fantasma del Edificio España, aquel realizado por los Otamendi y que es hoy el símbolo de la vergüenza y el sinsentido.
Vacío.
Dos perros se revuelcan en la hierba, rascándose el lomo compulsivamente. Se manchan con las heces de otros perros.
Es necesario indagar en los intestinos y embadurnarse. ¿Lo es?
Camino bajo un andamio cubierto de plástico, a modo de pasillo de ficción que bien pudiera desembocar en otra realidad.
Que no lo es, que es ésta.
Disfruto del trayecto.
Pero duele cada vez que doblo la esquina de la calle Reyes.