Heletako zaldien azoka, 24/11/15
Una lombriz se enrosca en forma de garfio.
De camino al pueblo me quedo mirando cómo pastan los caballos a escasos metros de mí, como si fueran criaturas que nunca he visto.
Su cuello.
Ya escucho los relinchos antes de doblar la esquina de la plaza. Forman una canción junto con las campanadas de las tres y las voces de los hombres que engrasan sus botas de cuero.
Comienza a llover sobre el orín y las heces calientes.
Llego justo a la hora de la recogida. Dos jóvenes forcejean con sus pottokas. Los viejos caseros saben conducirlos hasta el camión con mucho más tacto, prefieren clavar sus propias rodillas en el suelo que ver caer a los animales.
Los burros miran hacia abajo. Bostezan cansados de posar.
Como en una sinfonía azarosa, la recua se mueve en el redil. Los asnos cambian sus posiciones súbitamente. Pero tú no. Tú sigues cerca de mí. Me observas. Aguanto tu mirada profunda, no me intimida como lo hacen las de los percherones. Te las ingenias para acercar tu cabeza a mi cuerpo, para olerme de cerca. No eres el más limpio, ni el más elegante, pero ya eres mío. Dejas que te acaricie, lames mi mano mientras escribo sobre ti. Aquí estás, para siempre.
Retraso mi vuelta a casa por el placer de desenterrar algunas castañas de entre el fango y la hojarasca.
Encuentro en un tocón formas y texturas más propias de la composición de un artista que de la sierra de un leñador. Una vez más, el cortador de troncos me regala un poema.