En algún lugar entre el aeropuerto y el cielo de Munich, 15/06/15. 22:05 h.
Delante de mí viaja una familia formada por una madre y sus tres hijos. La mujer es joven, guapísima. Pide a la azafata gominolas para ellos y alarga su brazo hasta alcanzar con su mano la de su hija mayor, sentada al otro lado del pasillo. Bloquean el paso durante el despegue. Brillan su anillo y sus uñas esmaltadas. Se aprietan fuertemente.
La imagen es bella y aterradora.
Siento la necesidad de escribir sobre ello y me agacho a coger el cuaderno que guardo en la mochila, bajo mis pies. En ese momento comienza a sonar un teléfono varios asientos más atrás. La mujer me mira con desprecio, y a la vez temerosa, creyendo que soy yo la que ha olvidado apagar el aparato y a quien están llamando en pleno ascenso.
Suena la señal que indica que podemos desabrocharnos el cinturón. Madre e hija separan sus manos. La madre, con la derecha, sigue pasando las cuentas púrpuras de un rosario.
Pido un zumo de tomate, a juego con la situación, y disfruto de las vistas de este anochecer anaranjado por encima de las nubes. Me pregunto si este momento tan precioso sólo será apreciable por aquellos que, al menos ahora mismo, no tenemos miedo a nada.