Añorga, 09/02/16
Como cada día, el paseo desde la estación de Añorga hasta la fábrica de cemento se convierte en un denso viaje sonoro.
Me acogen las aguas de la regata, sus patos y los gorriones que reposan en los arbustos de la orilla.
Todas sus voces acaban mezclándose con el intenso tráfico y el martilleo de las obras de la calzada.
Coloridos pájaros gigantes de metal picotean el asfalto.
Hay un diminuto cadáver de ratón en el suelo.
Oigo el aire caliente al doblar la esquina.
Mientras escribo, al borde de la carretera, un conductor hace sonar su claxon, sonríe y me saca la lengua.
A lo largo del riachuelo se suceden varias pequeñas presas, hechas de un solo tronco.
Escalonan el torrente y hacen que el sonido del líquido al pasar a través de los huecos que deja la madera sobre las piedras del fondo adquiera músculo y fuerza.
Hay hormigón por todos lados, aunque no siempre lo hemos visto.
Al esconderse el agua, su rumor se oculta tras el de los molinos de la fábrica, en cuyo interior giran las bolas de plomo.
El bufido del viento sur provoca una nube ámbar de polvo que cruza la autovía.
Cada una de mis pisadas se magnifica en el paso subterráneo. Escucho ahora el flujo de la circulación por encima de mí y siento las luces como quien se sumerge en otra dimensión.
Al otro lado, cubren el socavón cientos de pétalos morados del magnolio.
Sabe amarga la tierra.
Dejo ya de escribir.