«Morder el silencio, abrir la boca y dejarlo ir» es una conferencia performativa ofrecida en Tabakalera (Donostia) el 10/02/18 en el marco de la Jornada «La Gran Conversación».
Más información en https://www.tabakalera.eu/es/dejarse-hablar-la-gran-conversacion
En esta conferencia, a través de un texto poético y utilizando diversos micrófonos, un eco de cinta antiguo y una grabadora de cassette, muestro parte de mi relación con la voz y la palabra.
El texto proyectado es el siguiente:
Morder el silencio, abrir la boca y dejarlo ir.
De mis años en la Facultad de Ciencias Químicas no saqué nada en claro salvo multitud de imágenes poéticas. Imágenes que a veces se agolpan para tratar de explicarme lo incomprensible o ayudarme a interpretar lo indescifrable. Me aclaran cómo la voz ha sido siempre mi manera de marchar, de volver, de llegar a cualquier lugar. De volar hacia un destino a menudo incógnito. Incluso de lamentar, de avergonzarme y de temer. De crear campos magnéticos, transformar y transformarme.
Viajo con y dentro de la voz.
Me convierto en animales nocturnos,
puertas que se abren,
objetos que caen al vacío,
viento, niebla y lluvia.
Mi cuerpo, una dinamo.
La voz y el canto. El canto y el grito. La peligrosa, comprometida y comprometedora palabra en medio de todo. Transitar por el susurro y por el aullido, expuesta.
Callar.
Cantar.
Cantar callada.
Morder el silencio, abrir la boca y dejarlo ir.
Cantar. Cantar es una lección. Una lección de Termodinámica, para ser exactos. O quizás de Química Orgánica, no lo tengo muy claro.
Al cantar, la palabra es una frontera, un cambio de estado en el que la presión provoca que, a igual temperatura, cuando pronuncio el vocablo me pueda encontrar en estado sólido y líquido al mismo tiempo.
La palabra, en realidad, es la frontera y es la presión. Es la fuerza que comprime mi pecho cuando canto.
La palabra, quizás, es la frontera, la presión y la tensión que intenta desmembrarme, separar todas las partículas de mi piel, rasgar mis poros, desarticularme.
La palabra impide o permite, a su antojo, el equilibrio. Una armonía en la que ni el hielo se derrite, ni el agua se congela. Una situación en la que mi cuerpo en ocasiones logra deslizase serpenteante sobre su propia superficie. Otras veces no lo consigue. La capa de sólido se rompe, inspiro líquido, me ahogo en el intento. Me ahogo en mí.
Solo encuentro una forma de moldear la autoridad de la palabra: despojarla de su significado a base de no pensarla (o de tanto pensarla), hasta convertirla en palabra que no suena a nada, o directamente en palabra que no suena.
Aligerar el peso que tiene el lenguaje, y por fin dejar de jadear entre hielo y agua según el capricho de la sintaxis y de mi entendimiento, ambos cómplices de la palabra.
Debo respirar la propia palabra. Inhalarla y aguantarla dentro de los pulmones, contando hasta diez como si fuera salbutamol.
«Sal» de saligenina, «but» de butil, «am» de amino, «ol» de etanol. Salambutol, olambutsal.
AM, amplitud modulada.
Ol, todo.
But, pero.
Sal, vete.
Diez segundos es aproximadamente el tiempo que necesita mi cerebro para dejar de percibir la palabra con todas sus razones, y convertirla en un elemento inocuo. Que deje de ser una amenaza para mi voz.
La voz.
¿Dónde queda la voz en este diagrama de fases? ¿La voz como portavoz (esclava) de la palabra, o como veleidosa ama y señora de esta?
Nadie quiere hablar con la voz.
La voz da miedo.
Nadie quiere hablar con la voz, ni alzando su propia voz contra la voz.
La voz está ahí antes de pensarla.
Sale de la boca sin permiso, sin pensarla.
Incluso antes de pensar otorgarse a una misma el permiso para pensarla.
A veces me avergüenzas, voz.
No sabes cuánto.
A veces deseo que te quedes dentro.
Quédate dentro.
No salgas si no es estrictamente necesario.
Si no se quema tu casa, no corras, no me avergüences.
Si no se quema mi tráquea, que no brote el aire que te da vida.
Al menos, por favor, no digas nada.
.
Ainara LeGardon.