Diario de viaje de una gira cualquiera. Parte IX.
Lo más parecido al mar en Madrid es un largo cabello mío, cano, ondulado sobre la sábana. Lo más parecido a una gaviota, la sombra de una paloma coja que sobrevuela mi hombro cargada de enfermedad.
Lo más parecido al mar en Madrid es un largo cabello mío, cano, ondulado sobre la sábana. Lo más parecido a una gaviota, la sombra de una paloma coja que sobrevuela mi hombro cargada de enfermedad.
En esta tierra roja que no conoce la niebla crecen depósitos de óxido y lloran escombros. Cien hitos en el camino anhelan ser cualquier piedra mientras dirigen mi vista hacia otros tantos puentes tristes sin río.
Me mece el traqueteo negro tras la ventana. Al amanecer la estela de un avión se pierde tras una nube diez mil veces más grande que él. Sin avisar aparece de nuevo, sólo un segundo.
El tren se ha detenido
y a pocos metros de mí
un caballo ámbar
con calcetines blancos
baila siguiendo el ritmo
de «Spectral beings».
No sé por dónde empezar esta nueva entrega del diario de viaje, puesto que el que he vivido en los últimos días no ha sido un periplo agradable. Ni siquiera me he movido en el espacio más que unos pocos cientos de kilómetros.
Era el verano del 2004, hace exactamente 10 años, cuando Álvaro Sanz (Los Cursos de Alvaro Sanz) y yo hicimos nuestro primer viaje juntos a Siurana. Recuerdo con total nitidez la canción que sonaba en su viejo coche, subiendo por la carretera que lleva a la montaña,
Hoy he leído en una noticia que una chica descubrió un mensaje de auxilio en la etiqueta de un vestido que acababa de comprar en la cadena Primark: «Forced to work exhausting hours» («Forzado a trabajar horas extenuantes»).
“Trato de rodearme de personas que se convierten en mis mejores amigos. Así es como logro estar realmente cerca de la gente, haciendo música con ellos”, le dice Bill Frisell a Marc Ribot.
«¿Eres de Marte capital o de un pueblecito de las afueras?» creo que es la pregunta más bonita que una niña me ha dirigido nunca. No hizo falta que le contestara con palabras para que se diera cuenta de que soy de la periferia.
Mientras escribo este texto, el canto de un gorrión en mi ventana ha hecho que me levante de la silla a admirarlo durante unos minutos. Ha ahuecado su plumaje y dialoga con otro pájaro posado más allá del siguiente balcón.
Otro lunes que es domingo. He salido de Alicante a las 9 de la mañana y me quedan por delante más de 12 horas de viaje hasta llegar a casa. No si es químicamente posible, pero he sufrido dos procesos gripales.
He tocado en un refugio de montaña excavado en la roca, al borde de un acantilado, en el Delta del Ebro al amanecer, en una antigua fábrica de armas, en monasterios, en castillos y en viejos mataderos.
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