(Artículo de opinión publicado originalmente en el Anuario de la Música 2023 de Musika Bulegoa).
Intentar hacer un repaso de lo que ha sido 2023 desde el punto de vista de quienes nos dedicamos a la música puede ser a la vez impactante, desconcertante, frustrante, incluso incomprensible y aterrador. Quizás también, por los mismos motivos y si sabemos enfocarlo, tremendamente empoderador y emocionante.
Tal vez parezca una exageración, pero estoy de acuerdo con las declaraciones que Brian May concedió a la revista Guitar Player en agosto de 2023: “recordaremos este año como el último en el que los seres humanos realmente dominamos la escena musical”, y es que el impacto del uso de inteligencia artificial (IA) en la producción y difusión de la cultura está desbaratando todos nuestros esquemas, tanto los de quienes la creamos, como los del público que la recibe, además de los del propio mercado. La industria musical atraviesa turbulencias y se tambalea, pero está lejos de caer. Esta vez, a diferencia de lo que ocurrió hace veinte años, cuando sufrieron el embiste de las redes P2P, las discográficas se están aliando con las tecnológicas con el fin de monetizar lo inevitable: han aprendido que es más rentable subirse al carro de lo imparable que tratar de frenarlo, y, por ello, probablemente May tenga razón.
Por un lado, empezamos a encontrar artistas que abandonan para siempre el plano físico, limitando sus actuaciones a la explotación de sus hologramas o avatares, con el don de la ubicuidad y la juventud perpetua. ¿Nuevos modelos de negocio para las estrellas muertas o envejecidas y sus empresas franquiciadoras, o competencia desleal hacia el resto de artistas, que enfermamos, encanecemos y no podemos desdoblarnos? En realidad, ir a uno de estos macroconciertos imagino que es algo muy parecido a pagar cantidades desorbitadas por ver a una banda tributo con caracterización y disfraces muy logrados.
En paralelo comienzan a existir seres sintéticos que “fichan” por discográficas, influencers virtuales convertidas en estrellas pop especializadas en evitar los escándalos y no manchar la reputación de las marcas que las desarrollan. Artistas de carne y hueso, tomemos nota y comportémonos, no vaya a ser que de la noche a la mañana rescindan unilateralmente nuestros acuerdos discográficos o de esponsorización y nos sustituyan por algo más seguro, estable y barato: un artefacto controlado que no pide alta en la seguridad social ni reclama derechos.
Por otro lado, convivimos con máquinas capaces de usurpar nuestra identidad para generar canciones con voces clonadas. Esto afecta a cualquiera que cuente con un número suficiente de interpretaciones grabadas accesibles en internet que hayan podido servir de entrenamiento para los modelos de IA generativa, incluso sin consentimiento, sin crédito y sin compensación. Ante este panorama, hay artistas que vislumbran la oportunidad de negocio y licencian su voz antes de que la apisonadora les pase por encima, y sellos que ya están autorizando deepfakes para monetizar lo que se ha convertido en un fenómeno imparable. ¿Qué más da lo que alguien pueda hacer con nuestra voz mientras pase antes por caja? Cada vez queda menos tiempo para que las discográficas (o las tecnológicas por su cuenta) decidan prescindir para siempre de los seres humanos, porque podrán hacerlo.
Los modelos de reparto que hasta ahora beneficiaban a las multinacionales han dejado de ser rentables para ellas, porque ya hay “pistas de ruido funcional” (de lluvia, ruido blanco, etc.) que acumulan más escuchas que las artistas más renombradas de la historia, compitiendo con ellas por la porción más grande de la tarta. Existen, también, modelos de IA generativa que son capaces de doblar el número de canciones existentes en el mundo y, en un solo día (el 12 de julio de 2023), subir a plataformas 100 millones de pistas, creando una disrupción total en el negocio del streaming. Tampoco podían faltar las empresas que prometen que cualquiera podrá crear “canciones originales en segundos”, incluso si nunca antes ha hecho música, y que animan a compartir esos tracks y a unirse a una “comunidad global de artistas empoderados por la música generativa”. Cuando se suben a plataformas más de 120000 tracks al día, ¿es sostenible el almacenaje y procesamiento de tal cantidad de contenido?
En este escenario, plataformas y majors han decidido modificar las reglas de reparto en su beneficio. Spotify ahora aplica la estrategia de Robin Hood a la inversa, desmonetizando a quienes menos tienen para sumar esas migajas a quienes más generan. Actualmente el umbral se sitúa en 1000 escuchas anuales, mañana quién sabe en qué cifra. Lo han llamado modelo “centrado en el artista”. Mientras se implementan el modelo para “superfans” y otras políticas de reparto que seguirán sumando beneficios a quienes más tienen, los grupos independientes y artistas con menos escuchas se preguntan dónde quedó el modelo “centrado en el usuario”. La fórmula mediante la cual lo que paga la persona que accede a la música llega directamente al grupo o artista al que escucha se ha quedado únicamente en el plano físico (compra de discos, merchandising y entradas de conciertos) o mediante compra y descarga digital a través de plataformas como Bandcamp o las propias páginas web de los y las artistas.
Estamos asistiendo al surgimiento de nuevos fraudes y tipologías de delitos contra los que apenas hay normas que se puedan aplicar, pues hasta ahora ni siquiera eran prácticas que pudiéramos imaginar. Las estafas en el ámbito del streaming no son novedad, pues desde hace tiempo se conocen usos fraudulentos relacionados con artistas fantasma o bots que generan reproducciones artificiales, pero este año hemos conocido otros ejemplos que van más allá, desde el lavado de dinero de bandas criminales hasta la venta en el mercado negro de audios generados por IA que se hacen pasar por adelantos o filtraciones de artistas reales y por los que se pagan cantidades desmesuradas.
Experimentamos a tiempo real una transformación de magnitudes aún inconcebibles y que afecta a todos los ámbitos de nuestras vidas. Apenas da tiempo a asimilar las noticias que van llegando, y mucho menos a analizarlas y posicionarnos de forma crítica. Lo único que tengo claro es que vivimos tiempos de opacidad, y que la historia nos ha enseñado que la falta de transparencia beneficia a quienes ostentan el poder. La opción que nos queda es hacernos fuertes y abrazar nuestra potencialidad, esa que nos permite tomar decisiones conscientes sobre por qué, cómo, cuándo y dónde hacemos lo que hacemos.
Se estima que en 2026 el 90% del contenido de internet será artificial. Será prácticamente imposible diferenciar lo orgánico de lo sintético y no existirán fronteras entre lo artificial y lo real, porque se podrá fabricar en el acto una representación de aquello que imaginamos. Por eso mismo el valor de lo humano, lo efímero y lo experiencial será lo más preciado. Por fin. Las máquinas nos han tenido que llegar a intimidar hasta este punto para que estemos comenzando a entender el valor de todo lo que somos capaces de crear y de la importancia de elegir cómo compartirlo con el mundo. Aún tenemos la oportunidad de seguir dominando nuestro propio tiempo y espacio, disfrutando y emocionándonos, dejando que sea la inteligencia musical la que impacte en el sector artificial y no al contrario.
Ainara LeGardon, marzo de 2024.